miércoles, 24 de octubre de 2007

La Ley de la Memoria Histórica, el Valle de los Caídos y el origen de nuestra democracia

La Ley por la Recuperación de la Memoria Histórica va perdiendo su razón de ser conforme la pseudoizquierda parlamentaria negocia sus contenidos con la heredera política del régimen. El último acontecimiento del que hemos sido espectadores privilegiados, el acuerdo sobre el Valle de los Caídos, roza lo inverosímil, el encaje de bolillos, la acrobacia última de una clase política que somete los principios últimos de la libertad a la voluntad de un sector de la población que sigue manteniendo sus privilegios de clase tutelar del Estado español. Convertir el monumento proyectado por el mismísimo Francisco Franco en un lugar de encuentro y homenaje a los muertos de la Guerra Civil parecería una ocurrencia surgida de la mente de algún ilustrador humorístico si no fuera por lo lamentable del hecho.

Me cuestiono cómo van a poder sentirse, aquellos que defendieron la legalidad republicana, integrados en semejante esperpento. Vamos a ser honestos con la historia y dejarnos de cuestiones más próximas a la candidez que a la realidad. El indignante monumento fue construido por presos de conciencia y pensamiento dentro de la política del régimen de humillación a los vencidos. Del mismo modo que lo fueron otras obras públicas. La maldad de todo este tipo de hechos no sólo reside en obligar a un convicto a realizar un trabajo para obtener una reducción de su pena, sino en el ideario de estas prácticas: los vencidos debían trabajar porque ellos eran los responsables únicos de la miseria del país. Algo similar a las condenas por adhesión a la rebelión de la mayoría de estos condenados a prisión o de los que sufrieron fusilamiento. Curioso que los sublevados enviaran a presidio a aquellos que habían defendido un gobierno legalmente constituido tras las elecciones libres de febrero de 1936. Todo buscaba legitimar la dictadura del mismo modo que el reciente acuerdo sobre el Valle de los Caídos contribuirá a que éste sea, aunque no sea demasiado correcta la expresión, normalizado.

En otros países, como Guatemala o Sudáfrica, se han investigado y publicado las atrocidades cometidas durante periodos determinados de su historia. Quizás se hayan firmado leyes de punto final y muchas de esas salvajadas hayan quedado impunes, pero las víctimas y las familias de los éstas han tenido la oportunidad de recibir el reconocimiento social que su dolor merecía. No podemos ponernos en su lugar y discriminar si hubiera sido mejor llevar a cabo otras iniciativas políticas. A lo que si nos lleva la reflexión es a darnos cuenta de que el caso español es vergonzante. El cenit se alcanza cuando se hace propaganda de la transición democrática y se plantea como el ejemplo idóneo de lo que ha de ser un proceso de este tipo. Algunas de sus deficiencias se están manifestando en la actualidad cuando los nietos preguntan por los familiares desaparecidos. Personas de las que, en algunos casos, han oído hablar por una comentario indiscreto. Tal fue el sufrimiento causado o el miedo infligido a los vencidos que las muertes de sus seres queridos fueron silenciadas, incluso, por aquellos que en otra situación hubieran exigido, al menos, un juicio justo y una condena ejemplar. El acuerdo no rompe con esta situación sino que la perpetúa, del mismo modo en que prolonga en casi tres décadas los errores en el proceso de desmantelamiento de la dictadura, como si se escuchara todavía el ruido de los sables, del clero y del gran capital. Algo que cuestiona, una vez más, el origen y la naturaleza de nuestra “democracia”.

Sólo existen dos caminos posibles para el Valle de los Caídos: su demolición o la creación de un museo en que sean reproducidas las atrocidades cometidas por el régimen sin tapujos ni cortapisas. Rompiendo con esas manías revisionistas de identificar dos bandos en igualdad de circunstancias, algo que justifica el golpe de estado y la legitimidad de la dictadura. De otro modo, no hacemos sino vivir en una “democracia” impuesta por la dictadura para mantener a los dirigentes de entonces en sus idénticos asientos con distintos apelativos. A pesar que de ello me muestro profundamente convencido.

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