Existe una guerra en la actualidad librándose en las fábricas, los comercios o las instituciones y de la que casi toda persona reniega. Esta guerra de siglos enfrenta dos sectores antagónicos cuyos límites siguen presentes pero también están siendo ignorados de modo reiterado. Así, el último “incidente” ocurrido en la Exposición Internacional de Zaragoza, nueva escaramuza de esta contienda obviada, sobretodo, por uno de los dos bandos en liza, ha vuelto a mostrar la realidad del conflicto.
Resulta penoso pensar en que un trabajador no regrese de su lugar de trabajo. En primer lugar, porque el derecho a la herencia y a la propiedad privada obliga a los trabajadores a vender su fuerza de trabajo para poder vivir. Y si bien es cierto que las condiciones vitales de la clase trabajadora hoy en día son muy superiores a las que sufrían los proletarios en los albores de la Revolución Industrial, no lo es menos que un número importante de conquistas sociales se han conseguido después de muchos años de luchar contra la clase poseedora de los medios de producción. La cual ha transigido, única y exclusivamente, debido a que la estabilidad social permite un volumen mayor de beneficios. En una palabra, se ha respetado el derecho a la herencia y a la propiedad privada de todos y cada uno de los ciudadanos y se nos ha hecho a todos cómplices de los males que aquejan nuestro modelo productivo. Un propietario tendrá siempre una mansión, un yate de lujo y un conjunto de empresas transnacionales con las que prorrogar su condición de propietario mientras que un trabajador con algo de fortuna podrá dejar un par de viviendas a sus hijos que deberán seguir vendiendo su capacidad de trabajo al propietario. Es decir, que los árboles nos impiden ver el bosque. Sólo que en este caso los árboles son una vivienda, un automóvil, un lector de cd’s, una televisión de plasma o un aparato de aire acondicionado y el bosque el modelo productivo y de desdistribución de la riqueza.
Hasta aquí todo correcto. Un trabajador tiene la obligación de acudir a su puesto de trabajo y permanecer en él durante, al menos, ocho horas diarias. En numerosos trabajos no se respetan los derechos laborales y las jornadas laborales pueden ascender hasta las sesenta horas de trabajo, como hacia finales del diecinueve. Algo que comenzará a ser legal en nuestro país una vez se transponga la recientemente aprobada directiva europea que aumenta la jornada laboral hasta una cifra en torno a las 12 horas diarias, siempre y cuando, se respeten los fines de semana. Lo lógico sería que, al menos de palabra, la clase trabajadora tuviera algo que objetar a todo este entramado de irregularidades éticas y/o legales. Pero no lo hace. Aguantamos el chaparrón como buenamente podemos. A pesar que el chaparrón no es mayor debido a que en el pasado sus predecesores no tragaron como estamos tragando. Sin embargo, no sólo se traga, también sectores importantes de los desposeídos toman posiciones cercanas o idénticas a las que defiende la clase poseedora.
Apoyar una Exposición Internacional o la celebración de unos Juegos Olímpicos supone una de estas “irregularidades” protagonizadas por ciertos trabajadores. Se da legitimidad a la desviación de fondos públicos hacia el sector privado, aumento de los impuestos directos y creación de puestos de trabajo de baja calidad. El capital público que debería dirigirse a paliar las desigualdades que un sistema socioeconómico injusto genera no sirve sino para aumentar éstas. Una fractura social que también se produce como consecuencia del aumento de la carga fiscal sobre los sectores más desfavorecidos y el aumento de los precios que motiva una fiesta de la que todo empresario, por pequeña que sea la empresa de su propiedad, busca obtener pingües beneficios. En lo que respecta a los puestos laborales creados para la realización de los trabajos preparatorios del evento o aquellos directamente relacionados con su ejecución, éstos son desnaturalizados, justificándose el incumplimiento de las mínimas condiciones justas de trabajo debido a que el éxito del acontecimiento reporta serios beneficios para todos los ciudadanos. Cuando lo cierto es que un puesto de trabajo no deja de ser una transacción comercial entre el trabajador, que vende su capacidad de trabajo, y el propietario que la adquiere. Puestos a seguir con estos razonamientos tan vacíos de lógica, cabría cuestionarse la razón de que todas las empresas que toman parte en estos “saraos” intenten exprimir hasta el último euro que invierten en vez de renunciar a todo beneficio pagando, incluso, las pérdidas. Algo que, como todos sabemos, no sucede. ¿Por qué entonces debe comprometerse el trabajador a algo más que desempeñar la labor por la que recibe un sueldo de manera eficiente?
La parte más indecorosa de todo el razonamiento que pretendemos seguir aquí tiene lugar cuando se pone sobre el tapete la seguridad laboral. La muerte reciente de un técnico de sonido en la Expo de Zaragoza comienza a verse como un suceso desafortunado cuyo único responsable es el mismo trabajador al no haberse puesto un arnés que hubiera evitado la caída fatal. Algo similar a considerar que el responsable último de la muerte por agujero de proyectil fuera la víctima debido a que olvidó ponerse el chaleco antibalas antes de salir de casa. Y no nos referimos a esta última parte que puede parecer algo jocosa y que está, como no puede ser de otra forma, bebiendo directamente del arroyo de la demagogia. Arnés y chaleco antibalas no son comparables. Ahora bien, quizás sí lo sean las formas en que se organiza el mercado armamentístico y un macroevento de estas características. Nadie controla el proceso productivo que da como producto un proyectil o una pistola. Del mismo modo en que ha existido una opacidad absoluta con la Expo 2008. Incluso hoy, una vez se está celebrando el esperpento, se siguen ocultando una serie de hechos obvios para los críticos con el acontecimiento. De la carta que publicamos ayer en este blog, apenas se han hecho eco los medios de comunicación de masas. De todas las irregularidades que han acompañado la construcción del recinto de la exposición, tampoco. Igual que cuando alguien recibe un disparo el principal responsable es la administración que permite la producción y comercialización de estos objetos por acción u omisión, así como el empresario que ve como aumentan sus ganancias, de la muerte en accidente laboral de cualquier trabajador es responsable último la administración que debe obligar a que todo se desarrolle de manera correcta, ignorando plazos y costes, mucho más en este tipo de esperpentos organizativos, así como el empresario. Incluso en el caso de que el trabajador obvie el casco o el arnés, está en manos del éstos presionar para que las cosas no sean de esta forma. Entre otras cosas, porque cuando se trata de horas extras, regulaciones de empleo o negociación del convenio colectivo, presiona todo lo necesario.
En definitiva, asistimos atónitos a una situación inaceptable en que la clase propietaria no renuncia a continuar engrosando sus beneficios a costa de todo y en que la clase trabajadora, no sólo soporta todo lo que le está cayendo con la mejor de las sonrisas siempre que pueda tener acceso a bienes de carácter material, sino que, además, en un tema tan serio como es la seguridad laboral, toma partido por el propietario obviando que es él quien se encuentra en posesión de la fuerza y que, por tanto, es el único responsable de lo que suceda. Por supuesto que aquí nos posicionamos de lado del trabajador muerto recientemente en la Expo de Zaragoza y de su familia y en contra de toda acción que condicione el desarrollo de la clase obrera, con todo el vacío que el termino atesora actualmente.
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