El creciente abuso de descalificativos contra los militantes de las organizaciones que se oponen al dragado del Río Ebro y rebaje de la solera del Puente de Piedra, muestra las deficiencias estructurales de nuestra sociedad en materia de educación, ciencia y cultura. La inexistencia de argumentos que respalden estas actuaciones llevan a sus defensores al insulto fácil y reiterativo.
Es curiosa la forma en que ciertos sectores plantean sus posturas en relación al dragado del río o el rebaje de la solera del Puente de Piedra. Es cierto que en una sociedad con un déficit cultural como la nuestra, no se puede exigir que la gran mayoría de la población tenga conocimientos profundos sobre aspectos tan diversos como la dinámica fluvial; la incidencia que puede tener un dragado en un ecosistema tan complejo como un río o la importancia de conservar el patrimonio. Pero si que es exigible –y más en un mundo tan tecnificado como el nuestro-, que los ciudadanos acepten sus limitaciones y, al mismo tiempo, que avancen en su conocimiento de los temas más polémicos. Es decir, que escuchen y comprendan los argumentos que los profesionales sostienen y los hagan propios. No se está aquí tratando de estúpida a la ciudadanía. De hecho, se afirma con rotundidad que ésta puede colocarse al nivel de aquellos. Lo que se está planteando es la necesidad de que frente a aspectos científico-técnicos, sean los investigadores quienes definan el camino a seguir. Sobretodo, ahora que la ciencia está contribuyendo a encontrar el lugar del ser humano en el planeta.
Vivimos en un país que invierte muy poco en su cultura. Un territorio del que salen, cada año, cientos de profesionales cualificados con el único propósito de desarrollar una labor científica que aquí se les niega por cuestiones económicas. Lo que es una prueba categórica del lugar que ocupan estas personas en la estructura social. No es de extrañar, por tanto, que cuando se tratan asuntos de carácter técnico, sus voces sean ignoradas y obtengan sólo pequeños espacios en los medios de comunicación de masas en forma de cartas al director. El comportamiento de una parte de la ciudadanía, en consecuencia, suele ser el descalificativo personal, el ataque sin cuartel al tejido asociativo que hace propias las tesis de los científicos y las llevan al terreno de la lucha social. En primer lugar porque desconocen que el origen de las tesis es científico. En segundo lugar, porque con un profesor universitario, un investigador, un sufrido becario no es fácil discutir. Aunque su valor en la estructura social sea muy pequeño.
Nos resta entonces la discusión surrealista. Como en un acto de Buñuel, un conjunto de escenificaciones irracionales y patéticas ofrecen el tiempo preciso para que la película alcance su metraje óptimo: las obras siguen su curso y los que apoyan su realización toman esto como una victoria. Nos movemos entonces en el terreno del consenso y la mayoría ciudadana. Una democracia mistificada es el ámbito de discusión en el que se acciona el debate y él que se siente en superioridad recurre al “ecovagos” habitual, “guarros” cotidiano, a la afirmación ridícula de que los que se oponen a estas obras “están en contra del progreso y nos quieren en el siglo XVII o en la edad del piedra”. Ante la falta de argumentos sólidos se recurre a las mayorías difícilmente definibles. Llegar a un consenso en materia gastronómica cuando un grupo relativamente numeroso de personas coinciden a comer tiene cierto sentido. Incluso en ese momento, la mayoría de votantes, puede tenerlo también. Lo que resulta surrealista es pretender el consenso, o el uso de la mayoría, cuando la materia a tratar es de corte científico.
Pero lo más duro de afrontar es que, con esa actitud, lo que se está poniendo en evidencia son las deficiencias científicas y educativas de un país y la incapacidad de los ciudadanos de ese territorio de tomar las riendas de su futuro, acercarse a los que disienten, conversar con ellos y contribuir, en definitiva, a que el déficit cultural del Estado español no sea tal. Tanto como parecen desear que el progreso se extienda a cada rincón del mismo.
Es curiosa la forma en que ciertos sectores plantean sus posturas en relación al dragado del río o el rebaje de la solera del Puente de Piedra. Es cierto que en una sociedad con un déficit cultural como la nuestra, no se puede exigir que la gran mayoría de la población tenga conocimientos profundos sobre aspectos tan diversos como la dinámica fluvial; la incidencia que puede tener un dragado en un ecosistema tan complejo como un río o la importancia de conservar el patrimonio. Pero si que es exigible –y más en un mundo tan tecnificado como el nuestro-, que los ciudadanos acepten sus limitaciones y, al mismo tiempo, que avancen en su conocimiento de los temas más polémicos. Es decir, que escuchen y comprendan los argumentos que los profesionales sostienen y los hagan propios. No se está aquí tratando de estúpida a la ciudadanía. De hecho, se afirma con rotundidad que ésta puede colocarse al nivel de aquellos. Lo que se está planteando es la necesidad de que frente a aspectos científico-técnicos, sean los investigadores quienes definan el camino a seguir. Sobretodo, ahora que la ciencia está contribuyendo a encontrar el lugar del ser humano en el planeta.
Vivimos en un país que invierte muy poco en su cultura. Un territorio del que salen, cada año, cientos de profesionales cualificados con el único propósito de desarrollar una labor científica que aquí se les niega por cuestiones económicas. Lo que es una prueba categórica del lugar que ocupan estas personas en la estructura social. No es de extrañar, por tanto, que cuando se tratan asuntos de carácter técnico, sus voces sean ignoradas y obtengan sólo pequeños espacios en los medios de comunicación de masas en forma de cartas al director. El comportamiento de una parte de la ciudadanía, en consecuencia, suele ser el descalificativo personal, el ataque sin cuartel al tejido asociativo que hace propias las tesis de los científicos y las llevan al terreno de la lucha social. En primer lugar porque desconocen que el origen de las tesis es científico. En segundo lugar, porque con un profesor universitario, un investigador, un sufrido becario no es fácil discutir. Aunque su valor en la estructura social sea muy pequeño.
Nos resta entonces la discusión surrealista. Como en un acto de Buñuel, un conjunto de escenificaciones irracionales y patéticas ofrecen el tiempo preciso para que la película alcance su metraje óptimo: las obras siguen su curso y los que apoyan su realización toman esto como una victoria. Nos movemos entonces en el terreno del consenso y la mayoría ciudadana. Una democracia mistificada es el ámbito de discusión en el que se acciona el debate y él que se siente en superioridad recurre al “ecovagos” habitual, “guarros” cotidiano, a la afirmación ridícula de que los que se oponen a estas obras “están en contra del progreso y nos quieren en el siglo XVII o en la edad del piedra”. Ante la falta de argumentos sólidos se recurre a las mayorías difícilmente definibles. Llegar a un consenso en materia gastronómica cuando un grupo relativamente numeroso de personas coinciden a comer tiene cierto sentido. Incluso en ese momento, la mayoría de votantes, puede tenerlo también. Lo que resulta surrealista es pretender el consenso, o el uso de la mayoría, cuando la materia a tratar es de corte científico.
Pero lo más duro de afrontar es que, con esa actitud, lo que se está poniendo en evidencia son las deficiencias científicas y educativas de un país y la incapacidad de los ciudadanos de ese territorio de tomar las riendas de su futuro, acercarse a los que disienten, conversar con ellos y contribuir, en definitiva, a que el déficit cultural del Estado español no sea tal. Tanto como parecen desear que el progreso se extienda a cada rincón del mismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario