lunes, 1 de septiembre de 2008

NUESTRAS CUATRO CASAS

Un planeta de viviendas

Revista La Calle
Diego J. Colás
José Manuel Dorado


Necesitamos una vivienda al menos. Un lugar en el que refugiarnos como lo hacen el resto de seres vivos con quienes compartimos este planeta roto. Sin embargo, la complejidad de nuestro modo de vida hace que las cosas no sean tan simples y que el ser humano haya desarrollado una variedad de espacios desde las primitivas cavernas.

El primer hogar es nuestro propio cuerpo. Somos conscientes, capaces de pensarnos, de dominar nuestros egos y nuestras debilidades, de comprender que nuestro cuerpo es el recipiente de nuestras emociones y pensamientos, ideas y anhelos. Es él quien nos hace lo que somos, lo que nos define y alienta. Por él somos altos o bajos, delgados o no tanto, rubios o morenos, hombres o mujeres. Igualmente, su arquitectura nos ha convertido en seres emocionales, en estallidos de locura y pasión y en comportamientos afectivos. Nuestra primera casa nos hace magníficos o miserables, geniales o mediocres pero, aún con nuestras debilidades, nos hace enormes. Por eso la desnudez es un estado ideal a pesar de una serie de prejuicios históricos tan insanos como faltos de razón. Nadie necesita más para sentirse inalcanzable.

Muchas son nuestras segundas casas: el hogar en que transcurrió nuestra infancia, el enorme portal que se nos fue encogiendo conforme fuimos creciendo. Es el viejo caserón de nuestros abuelos en el pueblo al que acudíamos cada verano; la nueva vivienda a la que accedimos al dejar el hogar inicial de nuestra familia, de nuestros amigos o el comedor de de nuestros familiares. Nuestras segundas casas son conversaciones y despedidas. Para las personas no debieran ser tan sólo ladrillos y hormigón, azulejos o cañerías sino estar constituidas por seres humanos, habitantes de esas casas, gentes que las visitan o que nos acogen. Ellos son quienes hacen la vivienda. Pero, sobre todo, esa segunda casa es el lugar donde la ciudadanía quiere vivir, en el que quiere confeccionar vivencias y recuerdos y cobijarse con sus parejas o sus hijos. No queremos que sea una mera habitación a la que regresar cada noche. Nadie lo desea. Por supuesto, tampoco un espacio que nos suponga décadas de facturas y kilómetros diarios en coche. Necesitamos un sitio en que poder estar por estar, conversar con quienes nos aman y compartir con ellos la comida, una infusión o un pedazo de fruta.

La tercera casa es nuestra ciudad; la casa común de todos los ciudadanos. Es nuestro espacio público de convivencia, en el que realizamos nuestra vida social. En la ciudad trabajamos o estudiamos. En ella nos divertimos y construimos una arquitectura relacional que contribuye a nuestro desarrollo como individuos. Su estructura la conforma un gran número de viviendas. En esta casa de casas, las habitaciones son los barrios. Aquí en Zaragoza son Torrero o Arrabal, Delicias o La Jota. En otros sitios se llaman Carabanchel, El Albaicín o Gràcia. Se convierten entonces en el comedor o la cocina, el cuarto de estudio o la terraza y en ellos tenemos nuestras otras segundas casas que ya hemos mencionado: las de nuestras amistades o las de nuestros padres. Hasta ahora era fácil pasar del baño a la cocina o del salón a una de las alcobas. Sin embargo, la especulación urbanística y un modelo de desarrollo irracional e insostenible han diseñado más pasillos y los han construido más largos, mucho más largos. Llegarse a Valdespartera o a Arco Sur de un modo no agresivo con el medio es algo imposible. Hay que cruzar en coche los nuevos pasillos para ir de una habitación a otra y esto se traduce en contaminación, problemas de espacio y vidas humanas.

Por último, nuestra cuarta casa, la casa de toda la Humanidad, este planeta de agua llamado Tierra. Una vivienda enferma cuyos cimientos y paredes se resquebrajan rápidamente. Una casa descuidada por sus habitantes, llena de grietas y goteras que amenaza ruina inminente. Un hogar de todos que parece destinado a satisfacer la codicia de unos pocos. El mal de la Tierra nace de las enfermedades de todas sus casas. Nuestros cuerpos pierden su sentido en ciudades pensadas sólo para el coche. Nuestras casas, mal construidas, suponen un gasto energético enorme contribuyendo sensiblemente a alterar el clima. Nuestros barrios, cada vez más lejanos unos de otros aislan entre sí a las personas que comparten un espacio concreto y limitan la oferta de soluciones comunes a un problema común.

Para superar las contradicciones causadas por la especulación urbanística es preciso un urbanismo que integre todas y cada una de las viviendas de nuestra existencia. Es decir, apostar por ciudades pequeñas y compactas. ¿De qué sirve una ciudad ciclable si hemos de acudir a PLA-ZA a trabajar desde Arco-Sur? ¿de qué construir viviendas diseñadas según parámetros bioclimáticos si los viejos edificios conservan aislamientos deficientes? ¿de qué sirve el transporte público si se destruye el pequeño comercio y se obliga al uso del coche para la menor compra?

El urbanismo depredador, facilita el camino a los especuladores, vacía de contenido la palabra ciudad y el concepto de ciudadano. Además contravienelas medidas para evitar los hábitos que agravan el cambio climático. La movilidad sostenible reduce los desplazamientos, en número y distancia. Aún aceptando el transporte público para reducir gases de efecto invernadero, su efecto se diluye si los desplazamientos crecen como sucede en la actualidad en nuestras ciudades, al ignorarse los principios recogidos en el presente artículo. La administración al servicio de ese urbanismo depredador responsabiliza a la ciudadanía del estado del planeta para que modifique su comportamiento un día mediante campañas de concienciación y, al siguiente, lícita la construcción de miles de viviendas en zonas alejadas arrebatándoles, así, los medios necesarios para combatir el cambio climático y obviando la imprescindible rehabilitación de los viejos edificios del centro.

Un urbanismo consciente debe integrar los principios asociados a las cuatro viviendas del ser humano. Debe entender la ciudad como lugar en que las personas se relacionan, buscar como objetivo la calidad de vida de éstas y, así, contribuir a la rehabilitación del planeta. Debe buscar, pues, que las infraestructuras, si necesarias, engloben una lógica vertebración de las viviendas de la gente, desde las más íntimas, hasta las más amplias como los barrios o el resto de urbes.

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