lunes, 26 de noviembre de 2007

Así en la vida como en la muerte

Cada vez que vuelvo a escuchar aquel magnífico disco que Serrat dedicó a la memoria de Miguel Hernández, poniendo música a algunos de sus poemas, me sorprendo con lágrimas en los ojos. No es que rompa en un llanto ruidoso y desconsolado. Mi pesar lo realizo en silencio. Quizás sea mi forma de dar homenaje al poeta que falleció en prisión enfermo de tuberculosis porque se le negaron los cuidados médicos precisos. Para haberlos recibido le exigían abjurar de sus ideas. Algo a lo que él se negó. Su vida fue la vida de los suyos y así lo fue también su muerte.

Miguel Hernández perteneció a la mejor generación de intelectuales que, incluso con sus errores, la península pudo ofrecer jamás. No sólo por su valía académica o literaria, sobretodo porque no vivieron al margen de los acontecimientos que estaban teniendo lugar. De hecho, se comprometieron hasta verse obligados a sufrir exilio o, incluso, a ser eliminados físicamente. Ahora que la disidencia en el cuerpo intelectual nos resulta tan extraña, debería ser considerada la figura de personalidades como Miguel Hernández con una perspectiva distinta, alejada de los homenajes vacíos en donde se rememoran los versos del poeta sin aludir a las circunstancias vitales que les dieron forma.

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